La muerte sin ritual en la pandemia

En este contexto pandémico, con los protocolos que se deben seguir en el cementerio y con la incertidumbre en que se habita, el antropólogo José Molina nos habla sobre la ausencia de ritualidad fúnebre, un aspecto fundamental de las cosmovisión de toda sociedad y donde el autor del siguiente artículo nos dice «Hoy, la ritualidad funeraria ha quedado en estado suspensivo. Las y los dolientes de esta pandemia deberán sobrellevar un ciclo luctuoso, sin las posibilidades de una despedida pertinente a su contexto social y cultural». 

Por José Molina Rojas, antropólogo y máster en ciencias sociales / Título original:  La muerte sin nexo epidemiológico: algunas reflexiones frente a la ausencia de la ritualidad funeraria en tiempos de pandemia.

La situación de salubridad a consecuencia de la acometedora circulación viral del SARS-CoV-2 en nuestro país, ha dejado preocupantes cifras de contagios y fallecimientos. En las últimas semanas, las autoridades de salud han comunicado que los decesos se aproximan diariamente a cien letalidades, las que incluyen a una lactante de diez meses, en la Provincia de Petorca.

Las medidas para el manejo de los cadáveres ejercidas en los centros asistenciales, limita la despedida de los dolientes de sus seres queridos que han partido, acotando las acciones propias de un rito fúnebre, que permite recordar por vez última a la persona que ha muerto y que será llevada a un cementerio o sometido a una incineración, según su voluntad o lo que decidan sus cercanos. Lo anterior, abre un campo para reflexionar en torno a la importancia que tiene la “muerte” en la condición humana. Detrás de cada deceso, se extingue una vida, que deja recuerdos propios de nuestra trascendencia y -a pesar, de ser un paciente proclive a este desenlace funesto-, genera un profundo dolor en quienes compartieron un espacio vital y que, a raíz de las medidas sanitarias, deben realizar una inhumación casi contingente de quien ha fallecido.

En condiciones de relativa normalidad, nadie de nosotros se prepara para morir. Probablemente, esto se lleva a cabo en casos que enfrentan la imposibilidad de curar una enfermedad terminal, pero en la generalidad del tejido social, todos nos proyectamos para la vida y del goce que generan las múltiples experiencias que nos brindan felicidad o satisfacción. Sin embargo, la muerte es una etapa del ciclo vital y es lo más seguro que tiene un sujeto que habita este planeta, pero esa certeza se escabulle permanentemente. Desde la óptica de la antropología sociocultural y los estudios asociados a este fenómeno, se puede argüir que la muerte como representación del lenguaje simbólico, forma parte de una ideología cultural; es un hecho y un proceso de la vida humana. Mantiene una dicotomía implícita: el miedo a la muerte como parte de un constructo cultural y que oscila entre el dolor de una pérdida, manifestada en el sufrimiento que genera a los deudos y el paso a otro estado, que no conlleva la desaparición total del sujeto. En palabras de Althusser, es un morir “aceptado socialmente”, en donde el acabamiento físico del que ha muerto, no impide que se perpetúe en expresiones emocionales y simbólicas de los que honran su memoria.

Pero, ¿qué es la muerte?

En términos generales, se concibe a la muerte como la experiencia límite de nuestras vidas, un misterio que las ciencias nomotéticas no han podido develar. Es una dimensión de finitud impuesta al ser y busca dotarle de sentido. También es el anhelo de eternizar al ser, que se reencuentra con su origen natural y con lo sagrado. A la vez, es un hecho “democrático”, pues afecta a todos por igual, nada nos libra de ello, ni nuestras debilidades o fortalezas, ni nuestra condición social o económica.

En palabras del teórico francés Vincent-Thomas “la muerte es natural, cotidiana aleatoria y universal, a pesar de esto el ser humano todavía la sigue viendo como una agresión o accidente que nos toma desprevenidos” y esta pandemia ha sido prueba de ello. Una patología que surgió lejos de nuestras latitudes, en los países asiáticos, que se trasladó a Europa y devastó España e Italia.

En marzo, ingresó a territorio nacional y nos acostumbramos a partes diarios, informando la situación epidemiológica del país, acumulando un importante caudal de casos positivos. Las primeras muertes, provinieron desde Santiago y la zona sur de Chile. En primera instancia, eran personas que no fueron sometidas a esfuerzos terapéuticos, por su avanzada edad o enfermedades de base. Rápidamente, la cantidad fue creciendo y comenzamos a conocer casos de fallecimientos que afectaban a personas jóvenes, libres de enfermedades. Proseguimos al lamento por la muerte de los primeros funcionarios de la salud pública y se informa la partida reciente de dos médicos de la capital.

Equilibrio, intercambio, finalidad

Cualquier sistema o cultura, instituye un principio de equilibrio, de intercambio y de valor de causalidad y de finalidad. Las diferencias en las vivencias del manejo de la muerte en cada cultura, están impuestas por el muy personal concepto de muerte que cada individuo haya construido, a través de su historia, así como el contexto social donde se desarrolla. Esto se relaciona con el tipo de “muerte” que observamos en base a fundamentos ideológicos, religiosos y socioculturales que configuran nuestras concepciones de muerte. Esta realidad desconocida que posee diferentes significados y valoraciones culturales, nos introducen en un contexto o realidad regional a un sinnúmero de expresiones religiosas que se manifiestan en rituales funerarios, que hoy en medio de la crisis sanitaria, se han reducido a cultos acotados en tiempo y participantes, con barreras materiales y simbólicas, que alejan al difunto que se va y al que buscamos despedir según lo determinado por el sistema cultural y las expresiones luctuosas que emanan de la sensibilidad de cada doliente.

La pandemia dejará amplias consecuencias no sólo en el relacionamiento social o la prestación de servicios sanitarios, sino que, influirá en nuestra condición humana y el sentido que tiene, en una sociedad globalizada, intersectada por interminables flujos y redes que cruzan hasta el lugar más remoto, creyéndolo interconectado.

En estos días, también hemos hablado de la importancia de morir con dignidad, aterrados por las imágenes o videos provenientes de los países que han sido mortalmente golpeados por la masividad del contagio, cobrando “la poderosa muerte”, la vida de personas que perdieron su identidad frente al colapso de las morgues, que no sabían cómo manejar las inhumaciones que atochaban hospitales y cementerios.

Tal como se ha esbozado en los párrafos precedentes, la muerte se concibe de distintas maneras y esto, se expresa en la heterogeneidad intrínseca de la ritualidad funeraria y que va mutando según los momentos históricos. El historiador francés Phillipe Ariés, refiere que la percepción social de la muerte ha pasado por etapas que reflejan la cultura tal como es vivida en cada época: por ejemplo, en la Edad Media en la cultura cristiana, la muerte era considerada un destino colectivo, ordinario inevitable y no pavoroso -afrontada con resignación y confianza mítica-. Esta situación cambia con las grandes guerras mundiales, en que se altera la percepción de un orden natural, en el que primero mueren los progenitores y luego los hijos, los efectos de la beligerancia causaron la llamada “muerte invertida” en las que son los padres los que entierran a sus hijos, lo que influencia sustantivamente en la percepción de muerte del pasado siglo. La región latinoamericana encuentra una ritualidad funeraria de vasta riqueza simbólica.

Por ejemplo, la concepción de las culturas andinas, plantea a la muerte como un viaje a un locus primigenio, que reencuentra al ser extinto materialmente con sus “achachilas”, antepasados que al fenecer, protegen a sus pueblos o núcleos familiares. En el sur, el pueblo mapuche genera un rito funerario conocido como “eluwun” y que concita la concurrencia de gran parte del lof o rukache en donde vivió el difunto, armándose una celebración donde se comparten alimentos elaborados para la ocasión. La autoridad ancestral, por ejemplo, la machi del lof, encabeza la rogativa que marca distintas etapas que acompañan al lamgen a su viaje a la Wenu Mapu, donde habitará por la posteridad del tiempo. En México, la santa muerte se posiciona como un complejo sistema ritual, que une a los muertos con los vivos, donde estos últimos les piden a estos espíritus la concesión de favores y su protección constante, reinventándose el tiempo social de este culto a las circunstancias históricas del “México profundo” (en palabras de G. Bonfil Batalla) culto sombrío que ha sido atribuido a personas ligadas a la delincuencia o el narcotráfico.

Hoy, la ritualidad funeraria ha quedado en estado suspensivo. Las y los dolientes de esta pandemia deberán sobrellevar un ciclo luctuoso, sin las posibilidades de una despedida pertinente a su contexto social y cultural. Pero, el duelo hoy es colectivo. Afecta a una comunidad nacional que observa con desazón la partida de personas que fueron víctimas de una pandemia que avanza sin dar tregua. Según Vincent-Thomas: “Hay muerte verdadera recién cuando socialmente se le reconoce”. Por lo tanto, conlleva símbolos y ritos funerarios, tales como el duelo. El duelo es comprendido como “la inadaptación de los individuos a la muerte, y el proceso social de readaptación que les permite a los supervivientes cicatrizar sus heridas”, lo que se limita en las circunstancias vividas actualmente.

Desconocemos el desenlace de esta situación sanitaria, pero se estiman que los fallecimientos se acrecentarán o al menos, mantendrán el ritmo observado en las últimas jornadas. Frente al desconsuelo que deja esta enfermedad a los dolientes de quienes han partido, debemos activar mecanismos de solidaridad social que nos permitan afrontar –colectivamente- el deceso de personas que sí bien no conocimos, son parte de un proceso que nos ha afectado a todas y todos y nos ha obligado a cambiar nuestra cotidianeidad. Cuando estos días de pesadumbre queden atrás, debemos promover iniciativas que nos permitan institucionalizar hitos para la memoria histórica, que tributen a quienes han partido y que desencadenen muestras de solidaridad con las familias afectadas, como un ejercicio que aminore el trauma de la muerte inminente y nos permita en parte, restituir la ritualidad funeraria interrumpida por las precauciones higiénicas que nos deja la crisis sanitaria más aguda en la historia del Chile contemporáneo.

 

2 comentarios

  1. Concuerdo con el autor don José Molina que es un deber posterior a esta pandemia, a propósito de todo lo que su escrito conlleva sobre los rituales fúnebres y su connotación en la vida singular de las personas, poder brindar el espacio para que aquellos que han partido tengan en nuestra memoria histórica la posibilidad de ser recordados, destacados y mencionados por un país que no tiene olvido……y que sus deudos puedan perpetuar su recuerdo acompañados de nuestra compasión y también nuestra solidaridad empática. Sostengo que la sociedad que queremos es perpetuada por quienes son nuestros compañeros, ciudadanos, camaradas, hermanos, los otros, los nuestros, conmigo y también contigo. Felicitó al autor de esta reflexión antropofetica que tiene tanto significado y serio sentido de pertenencia.

  2. Estoy en absoluto acuerdo con la opinión del autor José Molina . Estamos viviendo esta muerte colectiva , casi inhumana y falta de sentimientos por no contar con la compañía necesaria en un momento de tanto dolor . Me parece loable la idea de no olvidar a cada uno de los fallecidos por esta pamdemia recordándolos y apoyando en forma moral a todos aquellos que lo han vivivido con familiares que partieron . Ninguno de nosotros está libre , pero los que por fortuna aún estamos le debemos este apoyo en este infortunio .
    Mis felicitaciones al autor .

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *