Alejandro Zepeda Rodríguez se dedica a la vulcanización. Pero no siempre fue así, después de un largo viaje entre las matemáticas, los libros y la minería; hoy ofrece arreglar neumáticos, pero con una conversación que no deja indiferente a ninguno de sus clientes. En este perfil/crónica, el autor nos cuenta del particular universo de un minero retirado hacia el camino de los neumáticos que presta servicios y reflexiones en la población Villa Esperanza de Copiapó.
Por David Ortiz Zepeda / Fotografía: Oswaldo Gianelli
La Villa Esperanza es una población de Copiapó que se hizo de manera apresurada. Un terremoto afectó a la ciudad a finales de los 70’s y muchas familias perdieron sus casas en los bordes del río. Los trasladaron hacia la periferia. Se creó entonces un nuevo borde urbano, uno que limitaba con los cerros desérticos. Ahí se levantaron casas de emergencia e improvisadas calles que ni siquiera tienen nombre: Pasaje 1, Pasaje 2, Pasaje 3. En este último, en el número tres, te encuentras una fortaleza. Un portón de hierro y unas paredes que más bien parecen un refugio de guerra, tienen escrito en letras negras y rojas la palabra Vulcanización. De pie, con un overol azul y un clásico jockey está Alejandro Antonio Zepeda Rodríguez, mi tío. Tiene 67 años y desde los 6 que anda dando vueltas en las minas, todos los asuntos mineros. Dato que siempre destaca y que corrobora mi abuela, Elsa Rodríguez Troncozo en cada almuerzo familiar. Anda en temas mineros desde que mi familia llegó a vivir a El Salado, un pueblito minero cerca de Chañaral que existe sólo por una fundición metalúrgica de ENAMI.
Siempre he escuchado que a mi tío la gente lo define como alguien un poco extraño, pero muy inteligente. Busco visitarlo para aprender más en qué gasta sus días y sus noches aprendiendo cosas.
Hace una semana gestionamos reunirnos a conversar, no le aviso que voy con mi amigo Oswaldo, mexicano que se vino a vivir a Copiapó. Llegamos, lo saludamos y lo primero que le dice es un comentario desubicado: “a mí no me gustan los extranjeros que no vienen aportar”. Lo dice con una sonrisa irónica. “Yo aporto mucho. Un chingo. ”, le responde mi compadre. Se ríe mi tío, mientras me mira. Estamos en la entrada de la vulcanización, al lado del foso clásico de todo espacio de arreglo de vehículos. Todo es máquina, concreto, fierros, plástico. Hay un Nissan V16 negro, un colectivo dado de baja que tiene encima juegos de llaves para motores, una gata hidráulica al lado, unos tubos que no podría definir para qué sirven, un carburador a medio arreglar, tarros de aceite apilados al lado, más neumáticos y al lado el compresor que da el aire, y la presión a la desmontadora de neumáticos. No hay una sola planta en toda la fortaleza. Ningún brote, de nada.
-¿Cómo aprendió a trabajar en la vulcanización, tío?- Pregunto.
-Aprendí casi todo solo. Una vez traje un socio que duró como dos semanas y se aburrió. Entonces empecé a averiguar quién podía enseñar. Esta es una parte muy importante de la mecánica. Sin ruedas no se mueve ninguna cosa. Pero nadie la enseña. Cuando iba a una vulcanización a preguntar, me decían “este es un negocio familiar”, no se enseña. Yo quería aprender, pero nadie sabía enseñar.
Mi tío entonces empezó a hacerse amigo de los viejos. Él ya había pasado los 60 y necesitaba trabajar, ya no lo contrataban como minero por la edad. Además, el precio de los minerales iba a la baja después de que los chinos dejaron de comprar tanto cobre a principios de los 2010. El accidente de los 33 mineros hizo que decayera la actividad de las mineras medianas y pequeñas. A mi tío para más remate, lo echaron por sindicalizarse. Me detendré en ello más adelante.
“Yo nunca he sido malo en la vida, por eso siempre me regalan cosas”. Sentencia mientras nos muestra un juego de llaves inglesas que le acaba de regalar esa misma mañana un cliente. «Mucha gente me agradece la buena voluntad. Cuando era capataz de la mina, y llegaba alguien nuevo yo se lo encargaba a algún viejo y le decía, ‘mira te traje un ayudante, pero es para que aprenda, no es tu esclavo. Tenís treinta días para decirme si el carro sirve o no. No le vai a estar pidiendo tonteras’, y los viejos me hacían caso, y terminaban enseñándole a la gente. Tenían que aprender. Yo también le decía a los cabros más jóvenes que si se quedaban ahí se iban a embrutecer y nada más. Que tenían que aprender más cosas”. Uno de esos sabía de vulcanización, y lo fui a buscar. Me recomendó hablar con un pariente suyo y claro, yo necesitaba aprender, así que fui para que me enseñara”.
Entonces mi tío fue donde este señor. “Lo primero que me dijo fue ‘yo no te puedo enseñar’ y ¡chucha!, ahí lo mismo otra vez: nadie quiere que aprendan los demás”.
Pero ese señor fue diferente, no sabía cómo explicarle, pero le permitió ir a ver cómo trabajaba. “Ahí, en el venir y ver, aprendí”. Mi tío además fue a ver otras vulcanizaciones, llegaba a saludar y preguntar con neumáticos por cosas que no podía arreglar. Vio cómo amontonaban las cosas, qué máquinas se necesitaban, fue sacando el rollo. Se llevaba una huincha en el bolsillo y pedía permiso para ver el foso. Sacó varias medidas, y después de hacer un espionaje industrial por las poblaciones de Copiapó, empezó a cavar para su foso. “Yo tiraba pala, tenía que hacer un metro noventa. Calculé el volumen, tiempo y todo. Una ecuación. Tirar pala te cansa harto, porque era mucho. Entonces me acostaba en el hoyo que estaba haciendo a descansar y decía ‘así voy a estar cuando me muera, como mi taita en el Parque del Recuerdo’; y me relajaba, porque estaba muerto poh. Después me paraba a seguir paleando”.
La vulcanización está repleta de todo tipo de cosas. “Al fondo tengo dos compresores, uno alemán del año 65 y otro inglés del año 76”, nos cuenta muy entusiasmado. ¿Y esto que está ahí? ¿Es cómo para proteger con símbolos? , le pregunto y apunto los elementos que tiene colgados en la pared derecha de la vulca. Colgados en unos clavos que están metidos en el concreto, cuelgan una estrella de David de fierro, una espada antigua, una cadena, un tridente, un triangulo con un sol y unos ganchos de reces del campo. Mi tío me dice “la cadena: es la esclavitud. La espada, es para proteger. El tridente es por el diablo. La estrella por la suerte. El sol saliendo del triángulo es por el sol del amanecer inca y el triángulo es la perfección, ese es por los masones”. “¿Y esos ganchos de faenar reces?”, le pregunta Oswaldo. “Ese me sirve pa contarle a los viejos que mi papá tenía una estancia que se la expropió Allende. Y que ahí teníamos ganado, yo la tengo como recuerdo. Todos los viejos se la creen, es que la gente es muy ignorante. Figúrate que íbamos a tener un fundo. No estaría arreglando neumáticos poh!”.
Le pido que pasemos a lo que antes era una casa y ahora es una bodega mecánica. Entramos por una puerta estrecha. Hay un mesón lleno de tornillos, botellas plásticas vacías, tuercas y tarros. Adentro de esos tarros había más tornillos y más tuercas. Todo lleno de tornillos y tuercas. Es como un placer para la gente de motores, las tuercas y los tornillos… y los tarros. Rodeando el mesón tiene tres estantes grandes. El de la izquierda que tiene… sí, lo que están pensando, más tarros y más botellas con más tornillos y más tuercas. En el de atrás del mesón tiene un montón de cajas, tarros de pintura, pegamentos, todo tipo de elementos de materiales de vulcanización y construcción. Arriba de ese estante hay un cuadro con un rostro. Pregunto si ese cuadro se lo regalaron. “Lo hice yo, era de una galla que me gustaba y que no vi más. En ese tiempo no había fotos, no había nada, así que la dibujé”. El fondo celeste, y el pelo morado oscuro. Un dibujo como de un Pedro Almodóvar minero. En el estante de la derecha: un montón de libros por la parte de las hojas. Los lomos no quedan a la vista, sino que están para el otro lado. Los deja así para que no le pregunten por los temas. Conversamos de los libros y mi tío me explica que con eso se dedicó a aprender de religiones y de minería. Se llevaba los libros al turno y se quedaba leyendo. “Siempre a uno lo miraban en menos porque estaba trabajando de faenero, pero siempre hay que estudiar. Yo andaba con mis libritos”, me dice.
Dentro de todo el taller una sola cosa rompe con el contexto industrial: una cama, que es donde mi tío se queda, afirmando que es para que no le roben. “Así cuido”, nos asegura. Él tiene una casa, normal, donde vive con mi tía y mi primo. Pero prefiere pasar tiempo en la vulcanización, asegurando cuidar todos esos tesoros que resguarda. Y en su pieza, más pernos y herramientas. Sobre la cama: un martillo, un alicate y unas llaves de estrella. De la puerta cuelgan unas cadenas, y unas conexiones eléctricas rudimentarias que él inventó. Adentro de la habitación, en vez de paredes hay más estantes. Tiene una pared completa con revistas que ha ido juntando desde que era adolescente. Las tiene en unas bolsas. “Este es un archivo histórico”, me dice mientras da golpecitos sobre las revistas, casi acariciándolas.
Él aprendió a leer a los 4 años. Le enseñó mi abuelo, cuando se movieron de El Salado a Carrizalillo, un mineral donde llegaron con mi abuela, mi mamá y mi tía. Estaban ahí porque se sacaba cobre de un yacimiento chico en medio de unas quebradas. Mi abuelo iba a Chañaral a veces en una camioneta a comprar y siempre volvía con revistas. Le enseñó a leer y a calcular; cuando bajó el precio del cobre se regresaron para al pueblito de El Salado. Llegó siendo el mateo del curso. Le pegaban. Le decían el santiaguino, porque nació en Santiago y lo salían persiguiendo a piedrazos. Se ponía a pelear con tres, cuatro, cinco. Mi abuela Elsa lo socorría a veces, pero siempre tenía que defenderse solo. Lo mandaron a Santiago, a Independencia, uno de los primos mayores. No le gustaba la capital, siempre estaba pensando en regresar a las minas. Hoy, metido entre las faenas del caucho, las tuercas y las gatas hidráulicas, sigue habitando más las minas que la vulca construyendo un rincón que está lleno de aleaciones metálicas y restos de máquinas, como si fuera un taller de adentro del pique.
Desde la parte alta de la ciudad, donde estamos se divisa todo Copiapó y los cerros que abrazan la capital atacameña. Puedes distinguir fácilmente las poblaciones, el cauce del río seco, la universidad, el hospital, los bloques de nuevos departamentos, las nuevas tomas. La muralla que dice Vulcanización está escrita con letras negras y rojas. “Yo cuando era joven, simpatizaba mucho con el MIR. Pensaba que no había que hablar tanto, había que matar unos cuantos directamente mejor. Por eso le puse estos colores. Yo no milito ni nada, ahora ya no creo en el comunismo, porque se aseguran arriba no más. Ahora creo en la libertad de las personas. Que cada uno vea qué hace. Pero aquí estas letras no le digo a nadie qué significan. A ustedes no más. Por preguntones”. Al momento del golpe él estaba en tercer año del Grado Técnico Profesional, un liceo con lógica de universidad que formaba parte de la UTE, actualmente se llaman Escuela Técnico Profesional y Universidad de Atacama respectivamente. “El 11 nos llamaron a un plenario. El compañero que estaba al micrófono dijo que había caído la bota en Chile. Que la bota estaba fuerte, y estaba cayendo en todos los países de Latinoamérica. Van a matar muchas personas, muchos compañeros van a tener que irse”. Después de eso el caos. La desazón, y pasaron de tener un montón de proyecciones a no tener nada. No vino nada. Sólo el desmoronamiento y la desarticulación. Mi tío, que estaba con notas destacadas en el liceo no pudo seguir en la universidad. Su única posibilidad era acceder a los programas de empleo mínimo. No pudo sacar lustre a sus habilidades en ajedrez, ni la de saberse todo el Algebra. Hoy los números le siguen acompañando todos los días, “¡Cómo no vai a saber que 0.25 es un cuarto poh! ¡Eso es básico!” dice, y pone énfasis en su indicador de lucidez: “Yo siempre le digo a la Karis (su hija) que el día en que se me olvide el Teorema de Pitágoras es porque ya me dio el Alzheimer”.
Estuvo deambulando entre algunas faenas al salir del liceo, algunos familiares exiliados. Un tío en Australia que sobrevivió armando tacatacas. Otro tío en Mendoza, más misterioso. Se fue para allá. “Yo sabía que ese tío era brujildo”, me dice. Mi madre Gloria Zepeda, su hermana, dice que en Argentina mi tío engordó, dedicado a los asados. Él omite esa parte, nos cuenta de que cuando llegó, sin creer en los poderes de los médium ni los brujos, tuvo que enfrentarse el primer día a un templo espiritista. Su tío Gustavo, hermano de mi abuela había llegado a Mendoza, porque según él había previsto el golpe en unas visiones. Hacía rituales, le enseñó a jugar cartas como adivino. Los días martes en la noche nos explica, jugando el Solitario, pero en una versión que involucra preguntas y respuestas a la baraja española. Nos va dando algunos detalles y termina diciendo que él no creía antes en esas cosas de espíritus, porque no son cosas de Dios. Pero que no es porque sea tan religioso. Nos da una definición de lo que es la religión para él: “eso es una weá que sólo sirve para dar un marco de acción. La gente sigue siendo mala, pero un poco menos con lo que le dice la palabra de la religión”.
La vulcanización tiene un aspecto difícilmente olvidable, por lo mismo fue usada como locación para la película copiapina “Sacudirnos el Polvo”, que habla de marginalidad y falta de oportunidades. Esas letras negras y rojas aparecen en primer plano. La siguiente toma muestra a un actor de mediana edad metido en medio de los “cachureos” y chatarra amontonada. Es un comprador de metales reciclados que recibe a un joven que llega a venderle su recolección de cobre robado. El director Yerko Ravlic toma algo de la descripción que mi tío hacía de sí mismo. Minería, chatarra y vincularse con toda la gente que pase. Le van a vender tesoritos. Esos tesoros están en los microbasurales, en las quebradas, en los contenedores de basura. Son los restos de metales que va juntando. Por 60 años ha estado vinculado a las minas. Hoy no pierde ese vínculo con los minerales. Les conté que se veía la ciudad, desde ahí, no solo se ve la ciudad. Se ven también un montón de dunas de color gris, celeste, blanco. Los apunta: “ese es el relave de los Núñez, que trabajaban con los difuntos de la Minera San Esteban. Ese de allá es de los Hoschild. Ese por lo menos lo han sacado un poco. Ese otro, el más grande es de los de Punta del Cobre. Mira todo lo que dejan. Tremendo desastre, yo estoy enojado con ellos”.
-Por qué?
-Porque me echaron.
Desde que lo corrieron del Punta del Cobre en Tierra Amarilla mi tío ha estado pituteando por aquí y por allá. Su último trabajo formal y continuo fue como jefe de turno en esa faena. Allí era parte de una empresa subcontratista: El Minero. Esta empresa se llevaba toda la parte más difícil dentro de la mina. Romper las rocas y sacar las camionadas desde muchos kilómetros de profundidad. Mover piedras, vivir en la oscuridad, la tierra, gente sin rostro, sólo con mascaras antipolución, sin luz, sólo focos que encandilan. Tenía un compañero relativamente conocido que dejó ese trabajo antes de que los empezaran a correr a todos. Luis Urzúa, se hizo “famoso” por desgracia ya que era el jefe de turno de los 33 en la Mina San José.
Se fue mucha gente esa vez. Todo por armar el sindicato de la empresa El Minero. Él era una de las personas de confianza de la empresa contratista, tenía a cargo máquinas y personas. Cuando vieron su nombre y firma en el registro del naciente sindicato, la empresa mandan y la contratista lo consideraron un traidor. “Uno tiene el derecho de la libre sindicalización”, dice mi tío con énfasis. Apoyó dentro de lo que pudo a los trabajadores que se estaban organizando y dando sentido al trabajo que estaban realizando. Eso no le gustó para nada a los dueños de la empresa. “En un turno noche llegué a la faena y me estaban esperando los jefes. Usted Alejandro, se va por agitador. Es un traidor.” le dijeron eso y se tuvo que ir, en esa misma noche. Después de andar por varias mineras chicas, se fueron cerrando las posibilidades ya tenía 60 y no le daban trabajo. Se puso a explorar de nuevo, con algunos amigos viejos de los pirquenes. Pero no le fue bien. “Una mina que tiene 2 por ciento de ley de cobre, te da dos kilos de ese mineral en 100 kilos de piedras. Es mucho el esfuerzo”, nos explica. Claramente no era rentable. No le estaba yendo muy bien. Eso hasta que con mi prima les pareció que la mejor opción podía ser poner una vulcanización. Entonces pasó de ser maestro minero y jefe de turno, a pasar de nuevo a ser aprendiz, un aprendiz de un oficio que no conocía y sin maestros, porque como contaba al principio, nadie se ofrecía a enseñar.
La gente empezó a llegar, para conversar con él y arreglar neumáticos. Él les cuenta cosas extravagantes. Por ejemplo que su bisabuelo peleó en la guerra de 1859 con Pedro León Gallo y le heredó la espada que está colgando en la pared. Que está de ese tiempo penando a la gente, picaneando con la espada a los que piensa que son enemigos de le revolución constituyente del año 59. Historia que claramente es mentira, pero la cuenta, porque como siempre dice: “La gente es muy ignorante, no se dedican a aprender cosas”.
Buen reportaje…David…un agrado leer está crónica de vida de un Paisano. Un tipo interesante de connotadas hábiles dades…que bueno que tenga un trabajo independiente. Atte. David A. Rojas