The Panic Show, reflexiones en la noche de la pandemia

En medio de la pandemia salen a relucir aspectos como el morbo, la individualidad y otras dimensiones negativas de las personas en medio de esta crisis, que tiene mucho de mensajes y psicología. Sebastián Baros nos dice «Alguna tecla negra y profunda está tocando, sacando a la luz una naturaleza triste, psicótica y pérfida de parte de la humanidad; lo que hay detrás de ropas de moda, peinados estrafalarios, carteles vacíos, brillantes oficinas, bronceados de cóctel o buenas intenciones: su verdadera cara». 

Por Sebastián Baros, título original del artículo: «The Panic Show» / Ilustración: Manu Manos con Tinta del libro El Minero Rojo

He reconstruido en mi cabeza, a partir de las pocas imágenes que han circulado por redes sociales, el ataque a una familia con COVID-19 por vecinos de su misma comunidad. Veo entre parpadeos piedrazos como aves muertas chocando contra los vidrios; la rabia, los insultos, los gritos de desesperación; el fuego, como un amanecer, apunto de explotar. Los rostros que desaparecen en la noche, los cuerpos presos del descontrol, las manos sospechosas y desconfiadas; al final, imagino, cuando la gente desistió o fue obligada a desistir, sólo quedó eso: la sensación y el miedo.

Cuesta creer que esto haya sucedido en una ciudad como Vallenar, de una tranquilidad ritualizada, y no en una lucha de pandillas del Bronx, en un bombardeo a Kosovo o en un ajuste de cuentas de narcotraficantes en Ciudad Juárez, “la bestia”, como la llama el personaje de Benicio del Toro en una de las obras maestras de Denis Villeneuve,Sicario.

Al parecer -y parece una historia escrita para este preciso momento- nadie está libre de la primera piedra; todos somos los fariseos que la tenemos en la mano y, al mismo tiempo, María Magdalena frente al paredón: la familia escondida bajo la mesa mientras apedrean la casa o los gritos de insulto que no buscan nada más que amedrentar a esos leprosos que han puesto en jaque la seguridad de mi barrio, de mi gente, de todos los ello, yo y superyó que me dan forma.

Y no es lo único. Al pánico por vaciar supermercados, para sobrevivir mientras todos los demás mueran de hambre, o de repartir estratosféricas ganancias entre grupos empresariales que podrían servir para pagar sueldos, me han llegado por distintos grupos de WhatsApp nombres de contagiados, direcciones, fotos de sus familiares, hasta fichas médicas de hospitales.

¿A dónde va todo esto? ¿A dónde -chucha- va todo esto?

Algo está provocando, o quizás sea más correcto decir, descubriendo -corriendo el tupido velo- el COVID-19. Los conteos de muertos y de infectados tipo Teletón que ha inaugurado la Organización Mundial de la Salud y que ya se vuelven parte de políticas de Estado y de la cotidianidad de las redes sociales, la televisión y las conversaciones virtuales, están encontrando terreno fértil en la psiquis de las personas, generando partículas elementales -diría Houellebecq- retorcidas y puestas al servicio de este verdadero Panic Show que nadie sabe qué envergadura podría llegar a alcanzar.

Alguna tecla negra y profunda está tocando, sacando a la luz una naturaleza triste, psicótica y pérfida de parte de la humanidad; lo que hay detrás de ropas de moda, peinados estrafalarios, carteles vacíos, brillantes oficinas, bronceados de cóctel o buenas intenciones: su verdadera cara.

Sea el capitalismo, el comunismo, los charlatanes políticos -de toda la gama de colores, me apuro en simplificar- o la unidimencionalidad del hombre; algo se ha perdido en el camino y nos estamos quedando cada día más solos -o, quizás, nos estamos dando cuenta de lo solo que estamos-.

Daniel Goleman, uno de los creadores del concepto de inteligencia emocional, habla en una charla TED sobre una entrevista realizada a un asesino en serie, al que llaman “el estrangulador de Santa Cruz” -que entre otras perlashabía asesinado a su madre y abuelos-, un genio acreditado con un coeficiente intelectual de 160, que, al preguntarle si sintió lástima cuando asesinó a sus víctimas, respondió:

“Oh, no. Si me hubiera afligido, no podría haberlo hecho. Tuve que desconectar esa parte de mí. Tuve-que-desconectar-esa-parte-de-mí”.

Es lo que nos diferencia de los psicóticos, comenta Goleman: la empatía. Ese estado emocional que nos permite estar en el lugar del otro; la conexión a nivel neuronal y cosmológica de que somos parte de un todo; sentir esa grandeza que nos vuelve tan pequeños: el ciclo de la vida y la muerte, que dependen tanto del silencioso desierto como de las infinitas selvas; del grano de arena y de la gota del rocío.

Si en esta oportunidad no somos capaces de ponernos en la piel del otro, en un espacio en que, como en una epifanía de Marx, todos somos iguales frente al virus, quedará -como en la novela Océano Mar de Alessandro Barrico- una balsa llena de náufragos, que, por salvarse, mostrarán la más brutal de las crueldades o la más reveladora de las piedades.

O, como para la familia de Vallenar: Toc, toc, ¡Here´s Johnny!  

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